Un presidente para Europa

Este artículo es una contribución presentada en la conferencia "Rennaissance for Europe", organitzada por la Fundación Europea de Estudios Progresistas (FEPS) celebrada en Turín los días 8 y 9 de febreo de 2013. 



LA DEMOCRATIZACIÓN DE LA PRESIDENCIA DEL CONSEJO EUROPEO

Europa vive tiempos convulsos y ante la gestión de la actual crisis, se enfrenta a la disyuntiva de si debe seguir su desarrollo como una forma contemporánea de "imperio blando", con su centro político en Berlin, y su centro administrativo entre Bruselas y Frankfurt, o da un salto cualitativo para convertirse en una gran democracia.

El debate sobre el déficit democrático de la Unión es antiguo, pero se ha centrado mayoritariamente en la falta de control democrático de las decisiones tomadas por la Comisión Europea o por el propio Consejo de la Unión. Por ello, las sucesivas reformas de los tratados han hecho hincapié en el mayor control del Parlamento Europeo de las decisiones tomadas por el Consejo e implementadas por la Comisión, a través de la ampliación del proceso de co-decisión entre Parlamento y Consejo, y de las facultades de control del Parlamento sobre la Comisión.

Este modelo se ha sustentado en la voluntad de avanzar hacia una progresiva "parlamentarización" del sistema europeo, creando una lógica de checks and balances entre el Parlamento, la Comisión y el Consejo. Así, se ha avanzado siempre bajo la premisa que el déficit democrático de la Unión sólo podía subsanarse dotando de mayores poderes al Parlamento, que al fin debería poder elegir al Presidente de la Comisión y a su "gobierno", así como en los parlamentos nacionales las mayorías surgidas de las elecciones parlamentarias conforman una mayoría que da apoyo al gobierno nacional.

Pero esta lógica hacia la "parlamentarización" del sistema europeo ha topado una y otra vez con la lógica aplastante de la legitimidad del Consejo Europeo, formado por líderes elegidos todos ellos democráticamente en sus respectivos países. Ante la legitimidad del "Consejo Europeo", el Parlamento tiene serias dificultades para construir una legitimidad democrática propia, alternativa o complementaria a la legitimidad del Consejo Europeo. Por ello, las iniciativas encaminadas a que el Presidente de la Comisión surja de la mayoría resultante de las elecciones al Parlamento Europeo pueden estar encaminadas al fracaso, porque pretenden unir dos legitimidades débiles, la del Parlamento y la de la Comisión. Mientras la Comisión no ejerza de auténtico gobierno europeo sino de brazo ejecutor del auténtico gobierno de la Unión, que es el Consejo Europeo, la legitimidad que provenga del Parlamento Europeo no le ayudará a reforzar su posición en el entramado institucional de la Unión ni su autoridad política ante los ciudadanos europeos.

Por ello, si el auténtico gobierno de la Unión es el Consejo Europeo, formado por los jefes de Estado o de gobierno de los países miembros y que ha pasado de actuar como un "jefe de Estado colectivo" a hacerlo como un auténtico "gobierno" donde está muy claro quién manda,  lo que nos deberíamos plantear es como dotar este "gobierno" de una legitimidad democrática directa.

El Consejo Europeo ya tiene hoy una legitimidad democrática indirecta, en la medida que todos sus miembros han sido elegidos por sufragio universal directo o a través de sus parlamentos nacionales democráticamente elegidos. Pero no goza de la auctoritas de una elección democrática directa por parte de todos los ciudadanos europeos. En este sentido la elección de una presidencia estable del Consejo Europeo, ejercida desde hace más de tres años por Herman Van Rompuy, puede ser un primer paso hacia la legitimación democrática de las decisiones del Consejo, a través de la elección por sufragio universal directo del presidente del Consejo, que ejercería de Presidente de la Unión.

El actual sistema institucional de la Unión se asemeja más al sistema semi-presidencialista francés que a los sistemas parlamentarios que funcionan en la mayoría de los países europeos. En el sistema institucional de la Unión, el peso político reside en el Consejo Europeo, que ejerce en palabras de algunos analistas franceses de "Jefe de Estado colectivo". En este sistema, la Comisión ejerce un rol secundario, como brazo ejecutivo de este "Jefe de Estado" de la misma forma que en el sistema francés el gobierno y su primer ministro gozan de una legitimidad "delegada" de la presidencia de la República, que nombra directamente al primer ministro e incluso algunos de los ministros más relevantes. El gobierno debe tener una mayoría parlamentaria, evidentemente, pero esa mayoría es deudora del Presidente de la República, excepto en los casos de "cohabitación", que han desaparecido en los últimos diez años gracias al cambio constitucional que redujo el mandato de la presidencia de la República para adaptarlo al mandato de la Asamblea Nacional. Y es así como funciona hoy el sistema político europeo, con un Parlamento débil y una Comisión subordinada a quien ostenta realmente el poder político: el Consejo Europeo.

Ante esta realidad, que no ha hecho más que consolidarse progresivamente en los últimos años, cabe preguntarse cuál es la mejor manera de democratizar la toma de decisiones en la Unión: parlamentarizar el sistema intentando rebajar el poder político del Consejo Europeo, o reforzar la presidencia del Consejo a través de su elección democrática?

En mi opinión, es más fácil y eficaz la segunda opción que la primera, como nos lo muestra también la experiencia de la V República francesa. Cuando se promulgó la Constitución, en 1958, el presidente no era elegido por sufragio universal, sino a través de la elección conjunta de las dos cámaras, la Asamblea y el Senado. La primera elección de Charles De Gaulle como presidente se realizó con este método de elección indirecta y no fue hasta 7 años después, en 1965, cuando se celebraron las primeras elecciones presidenciales por sufragio directo, gracias a una enmienda constitucional promovida por el propio Presidente De Gaulle. Esas elecciones, las de 1965, fueron realmente las elecciones fundadoras del actual sistema político francés, y las que dotaron definitivamente la presidencia de la República del carácter que ha tenido durante los últimos 48 años. Sin ese cambio constitucional, los presidentes que hubieran sustituido a De Gaulle nunca hubieran gozado de la autoridad y el margen de maniobra política que han tenido. Y de ese modelo de democratización de la elección del Presidente de la República francesa, podemos sacar conclusiones de cómo dotar de una nueva legitimidad al gobierno europeo, para que pueda tener el impulso político necesario por encima de los gobiernos nacionales, convirtiéndola en una presidencia supra partes.

La actual evolución de la presidencia del Consejo Europeo, que se ha "europeizado" gracias a su estabilización en una Presidencia permanente, podría permitir que se convirtiera en una presidencia elegida democráticamente. Con el cambio establecido en el Tratado de Lisboa se ha hecho lo más difícil: "desnacionalizar" la presidencia del Consejo, eliminar su carácter rotatorio y convertir su figura de un primus inter pares a un primus supra partes. Su elección por sufragio universal le dotaría de la legitimidad necesaria y transformaría por completo el sistema político europeo.

Esta propuesta quizá choca con el wishful thinking comunitario, que tiende a considerar que sólo la "parlamentarización" y "comunitarización" del sistema europeo pueden mejorar su eficiencia y legitimidad. Pero la propuesta de democratización de la presidencia del Consejo es la que más se adapta a la estructura de poder institucional de la Unión, y permitiría crear una figura que representara plenamente la unicidad de la Unión "E pluribus unum", como contrapeso a la diversidad de intereses nacionales e  ideológicos representados por el Consejo y el Parlamento, en un sistema que bien se podría asemejar también al sistema político de los Estados Unidos.

Un presidente fuerte pero con un mayor contrapeso de los Estados y del Parlamento que cualquier primer ministro nacional europeo, en la medida que los tres gozarían de una legitimidad similar. De la negociación entre el presidente que legítimamente representaría los intereses de la Unión, los gobiernos nacionales representando los intereses nacionales y el Parlamento representando los intereses y valores ideológicos y partidarios, surgiría un sistema más equilibrado que el actual y, sin duda, con mayor legitimidad democrática.

Las elecciones a la Presidencia de la Unión permitirían la articulación de nuevas mayorías políticas transversales, desde el punto de vista nacional e ideológico, que posibilitarían nuevas lógicas de acción transeuropeas, con programas de acción concretos y la personalización de los programas políticos a través de liderazgos genuinamente europeos, que harían campaña en todos los países de la Unión ganándose el apoyo de partidos políticos, organizaciones sociales y medios de comunicación.

Unas elecciones de este tipo serían realmente fundadoras de un nuevo sistema político, de una nueva democracia, que trascendería las dinámicas nacionales y dotaría a los ciudadanos europeos de una nueva referencia política democrática.

La democratización de la elección de la Presidencia del Consejo Europeo podría ser una idea catalizadora de los cambios que Europa necesita  para hacer avanzar la legitimidad y la eficacia de la Unión en un momento clave en la que ambas son muy necesarias. 

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